Crispación, desasosiego, desinformación, incertidumbre, populismo, podrían ser los términos indicados para intentar definir el ánimo de los colombianos esta última semana. Aunque no son sentimientos nuevos, sí es cierto que se han exacerbado por estos días: las marchas del domingo pasado y la aprobación en el Senado esta semana, del proyecto de ley de pensiones, explican, en parte, dicho estado de ánimo.
Marcharon, según los cálculos más aproximados, un poco más de 500.000 personas. Nunca en Colombia había ocurrido un fenómeno semejante. Tuvo características particulares: no fueron marchas estrictamente partidistas, no pretendieron reivindicar particulares intereses sectoriales, y transcurrieron en paz. Su inspiración fue el malestar de vastos sectores de la opinión con el Gobierno. Las derivaciones de esta movilización se conocerán con el paso del tiempo; así ha ocurrido en otros países y particularmente aquí en Colombia en los últimos años: bajo el eslogan Colombia soy yo, el 4 de febrero de 2008, marcharon en todo el país más de un millón de habitantes en repudio a las FARC y sus acciones. No hay duda que esa expresión popular le asestó un golpe político definitivo a la lucha subversiva, la deslegitimó, y la obligó a negociar con el Estado. Sin esa percepción de pérdida de legitimidad probablemente no se habrían dado los acuerdos de la Habana en 2016.
El estallido social de 2021, marcó un punto de inflexión en las relaciones del ciudadano marginal con el Estado, el gobierno y los partidos políticos. Un mal manejo de la situación hizo que esas que en un comienzo eran solo movilizaciones populares, derivaran en una atroz violencia. Claramente, sectores contestarios de la sociedad urbana, tradicionalmente desordenados y fragmentados, se organizaron para construir la fuerza política que finalmente llevó al poder a Gustavo Petro en 2022.
Aunque un poco más lejos en la memoria y en el tiempo, la historia nos recuerda cuáles fueron las consecuencias de las movilizaciones estudiantiles de finales de los 80 del siglo pasado, que promovieron la séptima papeleta que dio origen al nuevo andamiaje constitucional que nos rige hoy.
En el entretanto, seguía su trámite en el Senado el proyecto de ley de pensiones; fruto de un consenso entre el gobierno y algunos sectores políticos, académicos y gremiales, la iniciativa avanzó hasta aprobarse en el correspondiente debate. Pareció ser una demostración concluyente de la virtuosidad del diálogo. No obstante, eso, el jueves pasado aparece el presidente Petro expresando su voluntad de desconocer los acuerdos, bajo la idea de insistir en un umbral, ya no de 2.3 sino de cuatro salarios mínimos límite para cotizar obligatoriamente en Colpensiones, lo que generaría, a juicio de muchos expertos y analistas, efectos negativos para todo el sistema.
Esta decisión del presidente genera dos consecuencias muy preocupantes; la primera, sembrar la sensación de que el gobierno pacta para no cumplir; y la segunda, que por trámite legislativo se hunda la reforma.
Si Petro, además de minimizar las marchas, destruye con esta propuesta, el significado y el valor en democracia de los pactos y los acuerdos, estará cancelando definitivamente sus posibilidades de gobernar.
“El tal paro no existe” dijo el presidente Juan Manuel Santos en agosto del 2013 cuando una movilización agraria reclamaba la atención del Gobierno. Luego admitió que la había embarrado al enterarse de la dimensión de la protesta y la justicia de sus reclamos.
Ahora, más que antes, el palo no está para cucharas.