Desde cuando la industria discográfica empezó a tener éxito comercial, hará un siglo, se quiso fomentar una ‘confrontación’ entre las llamadas música clásica y música popular (que es mucho más, y mejor, que las ramplonerías paisas que hoy predominan). La clásica la encasillaron como aburrida, solemne e ininteligible; cuando es cantada, gritan. En cambio, la popular es alegre, desparpajada y entendible; los cantantes ‘acarician’ los oídos. Olvidan los bramidos de Vicente Fernández… Músicos de toda clase han demostrado que no hay tal brecha.

Basta con recordar las adaptaciones a danzón de obras de Rossini, en los años 40. Los mariachis sinfónicos desde los años 60. La adaptación a pop de la Sinfonía 40 de Mozart por Waldo de los Ríos, en 1970. Los popurrís clásicos de Luis Cobos con ritmo de música disco, en los 80. Más recientemente, las combinaciones de conciertos y boleros de la orquesta estadounidense Pink Martini, la alternación entre clásica y rock del alemán David Garrett y, últimamente, Nico Sorín busca el “lado punki” de Bach, Mozart, Beethoven y otros. Habla como si él hubiese tendido el puente entre ambos géneros, casi como si hubiera inventado la música. ¿Será por argentino o por ignorante? Otro contagiado con el ‘Complejo de Adán’, de creer que todo nació con ellos.

Sorín habla del mesiánico proyecto de “cortar con el protocolo, con lo rancio que a veces tiene la música clásica”, “para señores aburridos”. El neerlandés Andrè Rieu lleva haciéndolo más de 30 años, con clamoroso éxito mundial. Que alguien le diga al gaucho. Todos estos experimentos -unos afortunados-, enseñaron a disfrutar de la música clásica a varias generaciones de jóvenes. Muchos todavía lo son y la encuentran fascinante. Ahora apareció el polaco Krzysztof Urbański (Cristóbal, para sus amigos), músico de 42 años y pelo desgreñado, con respetable trayectoria, director de la Sinfónica de Berna, Suiza, a soltar una ‘herejía’: los conciertos no deberían durar más de 18 minutos, como una serie de Netflix.

Afirma, no sin razón, que “la percepción humana en el siglo XXI es diferente de la del siglo XIX”, la vida es más veloz y congestionada, distraída por múltiples factores. Generaliza cuando afirma que la gente no soporta un concierto de cuatro horas. Si multitudes van a los estadios a embrutecerse con reguetoneros, salseros, vallenatos y ‘despechos’ durante cinco y seis horas, también hay miles de personas que sin esfuerzo disfrutan de una ópera de tres horas o una sinfonía de dos, sin “mucho esfuerzo”, ni ser “superhéroes”, como el polaco plantea. También Sorín afirma que sus interpretaciones tienen “duración radiable”.

La propuesta de Urbański enviará al olvido obras que han estado vigentes dos y tres siglos, a hacer compañía a miles que apenas duraron un par de meses. ¿Quién recuerda ‘Despacito’, ‘Volví a nacer’, ‘La camisa negra’ o ‘Suerte’? En cambio, mucha gente tararea a temas de Vivaldi, Verdi o Anderson, aun sin saber qué son. Sobrevivirán, quizás, el ‘Ave María’ de Schubert, ‘Para Elisa’ de Beethoven o ‘El vals del minuto’ de Chopin y eso porque dura 59 segundos. Las óperas se convertirán en telenovelas cantadas, con capítulos de 18 minutos y cortes para comerciales. Incluso quedarán proscritas piezas de rock como ‘Echoes’ de Pink Floyd, de 23 minutos. El polaco tal vez olvida que la profundidad y riqueza del arte clásico (música, literatura, pintura…) desafió a muchas generaciones a entenderlo. Así adquirieron cultura e inteligencia. Lo que hoy se entiende por arte, trata de no perturbar la pereza mental, la frivolidad y los caprichos de las generaciones actuales. Es “la percepción humana en el siglo XXI”.